Allá por el año 982 el explorador noruego Erik el Rojo descubrió la considerada mayor isla de nuestro planeta. Groenlandia tiene más del 84% de su territorio cubierto por hielo y una población de apenas 56.000 habitantes. Para hacernos una idea de su tamaño y de su superficie helada, basta con decir que podríamos cubrir la totalidad de la Península Ibérica con un manto de más de cinco kilómetros de espesor de puro hielo.
Como la mayoría de pruebas extremas y maratones celebrados en lugares remotos, la carrera comienza días antes del pistoletazo de salida. Ciento sesenta corredores de 29 países (y de los cinco continentes) estábamos citados en Copenhage, ciudad desde la que partiría uno de los dos vuelos semanales que llega a Groenlandia, y más concretamente a la ciudad de Kangerlussuaq (uno de los pocos nombres inuit que se pueden pronunciar sin demasiado esfuerzo). Hablamos de una pequeña localidad de unos 500 habitantes donde se construyó el mayor aeropuerto de la isla, una herencia de la II Guerra Mundial.
El paisaje en Kangerlussuaq, situada por encima del paralelo 66 que marca la línea del Círculo Polar, es abrumador. Inmensos lagos y ríos congelados, montes y estepas sin rastro de vegetación, un lugar alejado de todo y donde uno percibe la naturaleza más extrema en todo su poder y brutalidad.
Nos alojamos en las instalaciones del propio aeropuerto, una antigua base militar reconvertida en hotel cuyas habitaciones están ubicadas dentro de la propia terminal. Allí pudimos aislarnos del frío polar que se siente ya nada más bajar de la escalera del avión y que con rapidez te cala hasta los huesos.
Empezamos a comprender donde estábamos cuando nos dimos cuenta de que, sencillamente, no teníamos absolutamente nada que hacer o ver. Solo nieve, hielo y nubes. Intentamos dar pequeños paseos por los alrededores del improvisado aeropuerto, pero se hace casi imposible por el frío que hace. Eran las doce del mediodía y el termómetro marcaba 20 grados bajo cero. Es impactante la sensación que se siente cuando sales fuera; el cuerpo, por el calor acumulado, no siente apenas frío, pero de repente, al cabo de unos pocos segundos, percibes como ese calor se escapa literalmente por tu cabeza, como si algo lo absorbiera desde arriba. Es increíble.
Repartidos los dorsales, todos intentamos combatir el aburrimiento y la tensión de una carrera para la que todavía quedan unas 48 horas. El día pasa intentando sacar partido a uno de los mayores alicientes de estas pruebas internacionales: conocer a runners de todo el mundo e intercambiar opiniones, anécdotas y, en definitiva, disfrutar de una experiencia única.
El viernes por la mañana nos dirigimos hacia la línea de salida del maratón, en un recorrido que la organización pone a nuestra disposición para poder observar de cerca el terreno. La salida está muy próxima al Ice Cap, lo más parecido a un mar de dunas pero en este caso de nieve y hielo, y al que se llega subiendo varias cuestas de considerable pendiente. Allí llegamos tras un tortuoso camino en una especie de bus groenlandés sin calefacción, lo que provoca que la gente viaje acurrucada en los asientos.
Sobre el Ice Cap discurren los primeros diez kilómetros de la maratón, que además de ser los de mayor desnivel, son los más peligrosos al soplar el viento con tanta fuerza que desplaza la nieve dejando al descubierto la capa de hielo que cubre el terreno y favorenciendo por tanto los resbalones en las bajadas. Correremos con spikes, una especie de suela de goma que lleva incrustados unos salientes de metal, muy pequeños, pero con una misión fundamental: clavarse en el hielo e impedir caídas. Es materialmente imposible correr sin ellos.
La climatología no es buena. No hay ni rastro de sol y hace un viento que sin ser fuerte es lo suficientemente molesto como para rebajar, aún más, la sensación térmica. Aunque a estas alturas (bajuras, más bien) pensamos que poco más da estar a -20 que a -25 grados.
Al mediodía regresamos al hotel y nos pasan la meteo para el día siguiente, el de la carrera. Parece ser que tendremos suerte, saldrá el sol y el viento será menor. Por la tarde tiene lugar el briefing y la charla técnica del recorrido. La organización nos muestra los puntos de avituallamiento, donde se servirá bebida isotónica caliente (toda una novedad), e insiste en que avisemos ante la más mínima señal de congelación, en especial de nuestros dedos de pies y manos, recordándonos que hace unos años un corredor se congeló los dedos de los pies al intentar aguantar el dolor tras haber pasado por una parte derretida y haberse calado las zapatillas. Le tuvieron que amputar tres dedos.
Al contrario que en las carreras desérticas, donde las salidas se dan a primera hora del día, en el Polo hay que esperar a que el sol salga por completo. De lo contrario, la carrera sería poco menos que un suicidio. Ultimamos preparativos, calentamos intensamente y, ¡comenzamos el maratón! El silencio es impresionante. Nadie habla. Las cabezas miran al suelo para protegerse del viento que, si bien es menor que el día anterior, es lo bastante molesto como para que a muchos les empiecen a doler los oídos apenas transcurridos los primeros metros.
El tramo inicial es la parte más expuesta al viento y ya se conforman los primeros grupos de corredores. Respirar el aire gélido del Ice Cap hace que este entre en nuestros pulmones clavándose como agujas. El paisaje sobrecoge por su belleza, el terreno es absolutamente cruel con cualquier forma de vida y solo surcan el hielo alguna pareja de colimbos, una de las sesenta clases de aves que se han adaptado milagrosamente a esta isla.
Recorridos los primeros diez kilómetros salimos del Ice Cap y entramos en un terreno de continuas subidas y bajadas que no abandonaremos hasta la meta. Nos aproximamos hacia el Glaciar Russell, uno de los más visitados de Groenlandia y de mayor actividad y extensión en el mundo.
Tras unos kilómetros en los que sorteamos tramos de sol y zonas de sombra, empezamos a sentir la carga que supone correr sobre nieve. Las piernas sufren mucho en las bajadas y avanzan con dificultad en las subidas, desplazándose hacia los laterales y cargando mucho la zona superior de las rodillas.
En el kilómetro 21, cruzando la media maratón, la organización permite dejar parte de la ropa que, milagrosamente, ya empieza a sobrar a estas alturas de carrera. Fundamentalmente el cortavientos y los guantes extremos que, por la condensación del sudor derivado del esfuerzo, están empapados y pueden convertirse en un elemento peligroso. Hay corredores que llevan guantes de repuesto encima y otros que los han dejado en las bolsas de ropa habilitadas para tal efecto en ese punto de la prueba. En todo caso, es imposible correr sin protección en las manos.
Directos al kilómetro 30 vamos viendo como se producen la mayor parte de los abandonos. Las subidas y bajadas son constantes y convierten la carrera en un infierno (de hielo, por supuesto). Pero este maratón castiga mucho más desde la mente que desde las zapatillas. La crudeza del paisaje y las condiciones extremas hacen que la frase se corre más con la cabeza que con las piernas deje de ser un tópico.
El grupo además se estiró desde el principio, lo que provocó que la inmensa mayoría de corredores hiciese prácticamente en solitario el maratón. Esa soledad hizo más dura si cabe la prueba, pero también aumentó el sentimiento de estar participando en una aventura extrema, en un desafío constante que recordaríamos el resto de nuestra vida.
Mientras ibamos descontando kilómetros, apurábamos nuestras fuerzas con la ingesta de alguna barrita y la bebida isotónica caliente que, a esas alturas, ya empezaba a no saber tan bien como al principio. Había que controlar el riesgo de deshidratación y a la vez no beber en demasía. El frío, al igual que el calor, provoca un aumento de la sensación de sed y es muy fácil caer en la tentación de llenarse el estómago de agua y acabar pagándolo.
Intentando llegar al último avituallamiento de la manera más digna posible, antes de afrontar la última y durísima subida hacia meta, se incrementa el número de corredores que deciden terminar el resto de la prueba andando. Sencillamente, no pueden más.
Visualizar la meta cuando aun restan siete u ocho kilómetros ayuda, y mucho, a la motivación de los últimos momentos de un maratón. Pero en este caso la visión no era la de la meta y la consecuente medalla finisher, sino la de una ducha muy caliente y un edredón nórdico en la cama, un premio que aseguro reconforta mucho más que cualquier medalla de oro en esta carrera.
Intentamos ascender la última gran pendiente antes de observar al fondo la pista de aterrizaje. Ya no queda nada. Incluso el sol nos ciega ligeramente en la cima. Miras atrás y no ves más que nieve y pequeños puntos de colores luchando por cumplir su objetivo, corredores que solo quieren terminar y demostrarse que pueden lograrlo. El tiempo es lo de menos, acabar es el premio.
Después de varias horas de lucha contra el frío y contra tu propia mente, los últimos dos kilómetros son un regalo. Repasas los paisajes y el honor de correr por una tierra a la que, por razones evidentes, es casi seguro que nunca vamos a volver en nuestra vida.
Al llegar a la meta, con los simpáticos niños inuits animando y acompañándote en los últimos metros, los sentimientos afloran. Sabes que has corrido un maratón, pero que no es un maratón más. Has corrido en el mismísimo fin del mundo, y estás allí, con todo en su sitio, feliz, afortunado por finalizar la catalogada como Maratón más fría de la Tierra.
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